Amanteca era el término para designar a quien practicaba el oficio de crear pinturas con plumas en la antigua Tenochtitlan; es un gentilicio de Amantla, que era el barrio de quienes se dedicaban a esta actividad. Los cronistas registraron su admiración ante los hermosos trabajos de plumas en pinturas, figuras de ornato y elementos de la indumentaria ceremonial, como las insignias o chimalli, los abanicos, las túnicas y penachos. En este arte, que hoy llamamos plumaria, destacaron en Mesoamérica los mexicas, y antes que ellos los toltecas. Ejemplos de las creaciones tornasoladas, que empleaban plumas de colibrí, quetzal y múltiples aves desconocidas en Europa, fueron enviadas como regalo para reyes y prelados, y formaron parte de los gabinetes de curiosidades y maravillas.
Los misioneros franciscanos instalaron, en el siglo XVI, talleres para enseñar oficios a los indígenas. Entre estos se incluía a los plumajeros. Los maestros y aprendices fueron provistos de grabados con temática cristiana, mismos que los tlacuilos y pintores dibujaban para que posteriormente se les aplicaran las plumas en delicadas tonalidades a manera de mosaico. Los cronistas reunieron testimonios sobre la manera en que los artesanos teñían las plumas de distintos colores en pequeños recipientes; de ahí los tomaban para aplicarlas en superficies uniformes, estudiándolas a golpe y contragolpe de luz para decidir su colocación y conseguir efectos de luminosidad y movimiento.
Las plumas, luminosas como la divinidad
El colibrí formó parte de la iconografía indígena antigua. Fue el símbolo de Huitzilopochtli “El colibrí zurdo”, deidad tutelar mexica asociada con el Sol y dios de la guerra.
Una de las características que convierte a los colibríes en un grupo único es su plumaje que, a partir de la refracción de la luz y del ángulo de observación, produce efectos iridiscentes durante el vuelo.
Con este fenómeno óptico se perciben distintos colores e intensidad de brillo en sus diminutas plumas. La incidencia lumínica genera destellantes tonalidades verde, azul, morada, naranja y rojiza. Fue esta peculiaridad cromática lo que los hizo ser tan apreciados para la estética prehispánica y virreinal.
Introducción
San Pedro
El mosaico plumario de San Pedro de la colección del Museo de Historia Mexicana proviene de la época de mayor esplendor del oficio durante el Virreinato, cuando el oficio ejercía con mayor apego a la tradición indígena. La superficie está compuesta casi en su totalidad de plumas, y el dibujo está delineado en oro. Las imágenes posteriores con frecuencia combinan las plumas con mosaicos de papel, y en los del siglo XVIII, los rostros y manos muchas veces están pintados al óleo.
Reconocemos al santo por la mitra papal, el báculo de tres travesaños y las llaves del reino, que porta en su mano izquierda. El modelo recreado tiene rasgos románicos: además de la forma de los atributos mencionados, las postura es estática; el rostro es fuerte y solemne, con la barba corta y partida en dos; el manto denota la alta jerarquía, a la manera de los papas de la alta Edad Media; la túnica cae en pliegues rectilíneos.
En este caso, san Pedro aparece de pie; sin embargo, su imagen es muy similar a un mosaico que se encuentra en el Arzobispado de Puebla en que el personaje aparece sentado, pieza de la que la investigadora Marita Martínez del Río de Redo escribió: “la viveza del colorido, la riqueza del enmarcado y la nitidez del diseño la colocan entre las grandes obras plumarias del siglo XVI”. Ambos mosaicos parecen provenir del mismo artista o taller, y están basados en un modelo común del cristianismo antiguo.
Las iridiscentes plumas de colibrí que forman el firmamento y el cambiante tono ambarino de los ojos son ejemplo de la misteriosa luminosidad de esta expresión artística. La perspectiva del paisaje, formada por la superposición de líneas y flores, es característica de un oficio indígena que aún no asimila los recursos técnicos del arte renacentista.