El arte del retrato ha sido una constante a lo largo de la historia. En México, este género pictórico floreció durante el periodo virreinal y fue de gran relevancia solo superado por la pintura religiosa. Se desarrolló hasta alcanzar gran maestría durante el siglo XIX.
En principio, su práctica se extendió primordialmente en los círculos restringidos del poder y la aristocracia, de tal forma que hasta nuestros días se conservan imágenes de magistrados, jerarcas eclesiásticos, virreyes y donantes, pero pocas representaciones de personas ajenas a estos estamentos.
Tras la lucha por la Independencia, que abolió la esclavitud y puso en un mismo plano a los hombres libres, las obras retratísticas buscaron destacar la identidad del individuo frente a una sociedad aún jerarquizada.
En la Academia de San Carlos, que hacia 1843 experimentó la renovación de su plan pedagógico bajo la dirección del catalán Pelegrín Clavé, surgieron grandes retratistas que siguieron perpetuando la imagen de la alta burguesía mexicana.
Pero al margen de los trabajos realizados por alumnos y maestros de la Academia, también hubo artífices regionales, que retrataron a la sociedad provinciana de México.
El retrato regional reflejó, por lo general, a personajes relevantes de las ciudades y pueblos de la República, que hacían ostentación de su posición y podían costear un trabajo donde quedaran perpetuados a través de la pintura.
Este óleo que forma parte del Museo de Historia Mexicana, retrata a un hombre que posiblemente formó parte de esa élite provincial. Se trata de un personaje de mediana edad, como lo denota su abultada barba semi canosa; viste camisa blanca, chaleco de cuyo ojal pende una leontina y saco.
En ocasiones, estos retratos se realizaban post morten, es decir, después de que la persona había fallecido. Los retratistas se apoyaban en la descripción que hacían sus allegados o bien, recurrían a una fotografía que, para ese entonces, ya se había posicionado como una manifestación artística y tecnológica por sí misma.