Una reliquia es un resto, lo que queda de algo y se guarda para preservar el momento y el contacto con aquello que es irrecuperable. Las reliquias de los personajes evangélicos y de los santos son una prueba de su existencia histórica, un acicate de la fe y una manera de tocar el misterio. El fragmento de hueso, el cabello, la astilla o el minúsculo trozo de tela fueron tocados por la Divinidad y son su evidencia tangible.
En la tradición cristiana las reliquias fueron difundidas desde la Edad Media. Al excavar en Roma las catacumbas se recuperaron restos de los primeros cristianos. Fue así como la Santa Sede comenzó a coleccionar reliquias. Otras llegaron de los Santos Lugares. Incluso en los siglos de la Contrarreforma, al morir una persona santa, sus pertenencias eran cortadas en miles de pedazos y repartidas.
El crucifijo relicario que forma parte de la colección del Museo fue concebido para resguardar pequeñas porciones de huesos. Es una sencilla cruz radiada con trabajo de herrería y de una aleación de cobre. Como ornamento, y para protegerla de la humedad, está recubierta con carey. Las reliquias están distribuidas a intervalos regulares, cada fragmento cubierto por un pequeño capelo cuadrangular de vidrio, de manera que la materia ósea quede a la vista.
La pieza inspira muchos cuestionamientos. No sabemos de quién son los restos de hueso, ni quién los veneró, para qué convento o capilla fue elaborada, ni la fecha ni el taller artesanal donde se construyó. Por su estilo, podemos suponer que es del siglo XVII. Posiblemente sea de factura mexicana y el carey provenga del Caribe.
En relación con el culto a los relicarios en la Nueva España, se sabe que las reliquias eran solicitadas por los clérigos al sumo pontífice, y que en ocasiones fueron transportadas de Europa a México por miembros de la Iglesia. Las reliquias provenientes de Roma venían acompañadas de un documento de legitimidad, o bula, pero también se cree que pudo haber un mercado ilícito de estos objetos.
Un caso notable es el envío de una remesa de 214 reliquias por el papa Gregorio XIII a la Compañía de Jesús, como reconocimiento a la expansión de su labor en territorio americano en 1572, y para contribuir a su misión educativa.
El cargamento llegó a San Juan de Ulúa dos años más tarde. El papa mandaba que se hiciera «una muy extraordinaria solemnidad para edificación de los fieles», y los jesuitas cumplieron la instrucción con gran boato el día de Todos los Santos, primero de noviembre de 1578. Se fabricaron relicarios y se organizó una gran festividad para la colocación de los sagrados restos en el Colegio Máximo de los jesuitas en México, en la que grupos religiosos, colonos e indígenas participaron con arcos triunfales, música y procesiones. El momento culminante fue la representación de la tragedia Triunfo de los santos, de 3 mil 351 versos, que tenía como propósito proclamar el gran beneficio de la donación de las reliquias, al mismo tiempo que aludía a la legitimidad de la Iglesia de Roma y de la Corona española sobre la cristiandad.
Lo que ignoramos de esta pieza no disminuye su capacidad de evocar la intrincada red de actitudes espirituales, creencias, intereses y relaciones sociales que rodean su historia.