Durante el Virreinato, las procesiones religiosas tenían un papel fundamental en la vida en las ciudades americanas. Eran sucesos de gran magnitud y a ellas acudían personas de todos los estratos sociales. En el desarrollo de estos eventos, se seguía un protocolo y se hacía uso de diversos objetos, entre los cuales, uno de los más importantes eran las cruces procesionales, que iban a la cabeza de toda marcha religiosa.
Por lo general, estas cruces se encajaban al extremo de una vara larga llamada pértiga, que al elevar la cruz a una altura que la hacía sobresalir de la multitud, permitía que fuera visible para todos los que los que acompañaban la procesión.
En un principio, estas cruces se elaboraban en madera, pero conforme avanzó el tiempo, los plateros confeccionaron bellísimos ejemplares cubiertos de láminas de plata e incluso algunos con baños de oro.
La necesidad de que las cruces procesionales se pudieran ver de todos lados, también hizo que estos objetos estuvieran decorados por el frente y el anverso; las figuras más utilizadas en ellas eran la imagen de Cristo crucificado y la Virgen María. Algunas cruces, como estas piezas del siglo XVIII, son ejemplo del gran nivel de desarrollo estético e iconográfico que alcanzaron en su época.
En México y en el mundo se han conservado una cantidad considerable de estas cruces, ya sea que permanezcan en la Iglesia de origen, o bien, en museos y recintos que dedican tiempo a su estudio y conservación.
En la actualidad, se siguen realizando procesiones de corte religioso en las que se convocan gran cantidad de fieles y devotos de alguna advocación o festividad católica en particular, como por ejemplo las de Semana Santa o Semana Mayor.