Uno de los temas desarrollados por el arte a partir de unos cuantos pasajes de los Evangelios es el de la Sagrada Familia. Se representó de manera especial a partir de la Contrarreforma pues, a diferencia del pensamiento reformista, que privilegia la comunicación directa del individuo con Dios, el catolicismo destaca el papel de María y de los santos, entre los que José es el primero. El tema permite, además, mostrar el modelo de familia ejemplar y ampliar con diversos matices la dimensión humana de Cristo.
Hay varias formas de representar a José y María con el Niño. La huida a Egipto los presenta con María sobre una mula, y el nacimiento los ubica en el portal, adorando al Niño recién nacido. La que comúnmente llamamos Sagrada Familia, o Trinidad Terrenal, los sitúa en diversas escenas cotidianas.
El hermoso grupo de madera tallada, pintada y estofada del siglo XVIII, que contemplamos en la colección del Museo de Historia Mexicana, recrea el regreso de Egipto.
La interacción de las figuras es uno de los aspectos que consideró el artista. José carga al niño en el antebrazo, mientras camina con el bastón de peregrino florecido con el atributo de su castidad. El rostro joven y barbado es convencional, pero tiene un gesto introspectivo y preocupado, con la mirada concentrada en sus propios pensamientos.
Su paso firme y las venas azuladas que se traslucen en sus manos le dan vitalidad y propósito. El Niño bracea inocentemente en el aire, en tanto María está detenida, hablando con sus manos al espectador. Con la izquierda señala su pecho y con la derecha hacia el niño.
La obra tiene una fluidez y dulzura que permite reconocerla como producto del barroco tardío. Si bien los mantos de José y María son voluptuosos y parecen moverse con vida propia, las figuras espigadas y el ritmo suave de las líneas recuerdan las pinturas de Miguel Cabrera y José de Páez.
Las telas de las túnicas, sobre todo la de María, evocan sedas chinescas tanto por la ligereza como por el estampado de flores de colores sobre fondo claro. En cambio, los mantos semejan más a los terciopelos y brocados típicos de la escultura de la Escuela Mexicana, pero con un colorido particularmente vivo. Los bordes de las túnicas y el color oro de las flores de las ropas están sobredorados. El trabajo de estofado en que el oro sale de bajo del color superficial puede verse sobre todo en el interior de los mantos.
Merecen una mención las coronas, realizadas en plata sólida. Las tres están rematadas en una cruz de la evangelización y fueron concebidas, no como accesorios, sino para enaltecer la estatura divina de esta Trinidad.