El «Soneto a Cristo crucificado», del siglo XVII, atribuido tras muchas discusiones académicas a fray Miguel de Guevara y popularizado como oración, sintetiza el sentido de esta devoción, pues la voz del creyente contempla el dolor y la humillación del Dios-hombre y reconoce su inconmensurable acto de amor:
“No me mueve, mi Dios, para quererte el cielo que me tienes prometido, ni me mueve el infierno tan temido para dejar por eso de ofenderte.
Tú me mueves, Señor, muéveme el verte clavado en una cruz y escarnecido, muéveme ver tu cuerpo tan herido, muévenme tus afrentas y tu muerte.
Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera, que aunque no hubiera cielo, yo te amara, y aunque no hubiera infierno, te temiera.
No me tienes que dar porque te quiera, pues aunque lo que espero no esperara, lo mismo que te quiero te quisiera. ”
La llamada «conquista espiritual del Nuevo Mundo» se inició con la llegada de los franciscanos en 1524, y continuó con las misiones de los agustinos, dominicos, mercedarios y jesuitas, que llevaron sus afanes evangelizadores, la edificación de templos, la organización de los oficios y el trabajo agrícola en todas direcciones.
Sobre cada monte donde hubiese un centro ceremonial indígena se plantó una cruz. En los primeros años de la Conquista se evitó representar la Pasión, pues los religiosos temían dar pie a prácticas crueles de sacrificio que suplantaran a las de las religiones nativas. En los atrios de los recién construidos templos se colocaron cruces que no mostraban la figura de Cristo, sólo los símbolos de la crucifixión como el que se muestra arriba.
Una vez establecida la cultura hispánica se multiplicó la representación de Cristo en la cruz, poniendo énfasis en su dolor humano. El cuerpo aparecía desfigurado, vencido y sangrante por las heridas del látigo, los clavos, la corona de espinas y la lanzada en el costado derecho. Para darle mayor realismo se representaba la carne abierta que dejaba ver parte del hueso de la rodilla o el codo, y se le colocaba cabello humano, fragmentos de huesos de animales y ojos de vidrio.
Otras variantes relataban distintos momentos del vía crucis, como el Cristo de la Pasión, que soporta el peso de la cruz y porta la corona de espinas; el Cristo de la columna, castigado por el látigo; el Ecce Hommo, en la soledad de la espera, o el Cristo en el sepulcro. La imaginación del artesano se aplicaba en la búsqueda de formas de renovar el espanto del dolor físico y el abandono.
En el ejemplo que exhibe el Museo de Historia Mexicana se observa el Cristo agonizante en la cruz, con la cabeza rendida hacia su lado derecho y la mirada triste y vencida por el dolor. El peso del cuerpo hace que la figura se proyecte ligeramente hacia delante, dejando los brazos estirados por completo. El cabello tallado y pintado cae sobre la espalda. Son particularidades de la pieza las manos pequeñas en relación con el cuerpo y el torso surcado por una enramada de costillas que no corresponden a una anatomía convencional y son signo de un oficio empírico que desconocía las proporciones clásicas. La imagen muestra también las nervaduras del esternón, venas a lo largo de brazos y piernas, ojos rasgados y la boca semiabierta por la que asoman los dientes. El trabajo fue elaborado en una madera ligera, acaso de colorín, y está finamente pulido y pintado.
Al paño de pureza tallado y pintado de blanco se le superpuso más tarde uno elaborado en un terciopelo púrpura, que tiene un escudo en el nudo con las siglas JHS(Jesus Hominum Salvator) sobre una cruz. La conmemoración de la Pasión incluía el ritual de cubrir con este color luctuoso todas las figuras de las iglesias durante los días de la Semana Santa.