Firmada en Durango el 16 de septiembre de 1882, esta Alegoría de la patria reúne los símbolos de muchas obras realizadas durante los años de fervor republicano y de luchas armadas contra las intervenciones que exaltaron el nacionalismo. No obstante, incluye algunos rasgos singulares, que además la proveen de una inquietante ambigüedad, entre admonición moral y lúgubre profecía.
Para los idealistas románticos, que habían dejado de poner sus esperanzas en el cielo, la patria vino a sustituir a la religión como vehículo de la protección, hermandad y progreso; defenderla era luchar por los principios de la libertad y la República, pero también por el honor y la tradición. El concepto de patria privaba sobre los intereses individuales, y se difundió en la época de la Reforma y la restauración de la República en las obras literarias y las arengas periodísticas de Ignacio Manuel Altamirano e Ignacio Ramírez «El Nigromante», entre otros influyentes escritores.
La imagen de esta patria se corporeizó, en aquellos años en representaciones alegóricas que se multiplicaron en sellos oficiales, dibujos impresos y obras de arte, especialmente en el género pictórico. las alegorías por lo común incluían trofeos, armas e insignias militares al pie del escudo nacional, que aparecía con frecuencia coronado por el gorro frigio, símbolo de la libertad republicana, o bien resguardaba a una mujer en la que se combinaban rasgos de la Marianne francesa con las imágenes novohispanas de América y los ángeles de la gloria celestial.
Esta pintura, terminada el aniversario de la Independencia de 1882, presenta una acumulación de símbolos marciales y nacionalistas: el águila está posada sobre el nopal, que crece en una roca al centro de la laguna y devora a la serpiente. Fue de esta manera como se utilizó el escudo en los documentos oficiales desde la Junta de Zitácuaro, en 1812, flanqueado en la parte inferior por armas y por guirnaldas de encino y laurel.
En la obra que nos ocupa el águila aparece de frente, con el sol radiante al fondo y la cabeza hacia su izquierda, devorando una serpiente particularmente pálida, ambas con la cabeza en la misma dirección (un rasgo que es poco frecuente). El ave se posa sobre un nopal que a su vez se levanta sobre una roca envuelta por un lienzo azul claro, pero no está dentro de la laguna, sino sobre un campo abierto, en un paisaje con el cielo despejado.
Banderas cruzadas, corneta y tambor, así como atributos de la caballería (guión, casco, cartera reglamentaria, sable), la artillería (cañones, lanadas y balas) y la infantería (fusil y bayoneta) forman un inestable arreglo votivo en el que descansa sobre un cojín de honor en el que se presenta también un sable, el retrato de Miguel Hidalgo, con un marco coronado por un águila que parece inclinarse sobre el personaje. Dos libros aluden a acontecimientos y fechas fundamentales de la historia republicana: Historia de México 1810 y Constitución de 1857; mantienen sus páginas abiertas dos distintivos militares, como si fueran necesarios para sostener las instituciones, de la misma manera que se utilizan para fijar una bandera o un mapa. Completan la composición, interpuestas entre estandartes y armas, ramas de encino, laurel y olivo, y punzones de taller, de los cuales uno se clava en una de las pencas del nopal.
El óvalo del «Padre de la patria» es copia fiel –o ambos proceden de un tercero– de un retrato de autor desconocido que se encuentra en la colección del Museo Nacional de Arte, el cual lleva esta leyenda: «Dejará de ser grata tu memoria cuando no haya en México libertad ni gloria». Aunque no aparece en nuestra imagen, el texto de esa obra paralela podría dar luz sobre su sentido en esta pintura. la figura de Hidalgo como autor de la Independencia era defendida por los liberales, pues los conservadores daban a Iturbide el papel principal, como el caudillo que logró consumarla. En el desaliñado y aparentemente efímero ensamblaje de símbolos de la lucha armada que aquí vemos, el emblema mismo de la Independencia corre peligro, de la misma manera que México corre el riesgo de ver desmoronarse los ideales republicanos.
En este tipo de alegorías el paisaje representa tanto el campo de batalla como el territorio nacional. Sin embargo, en esta pintura podemos notar que hay un borde al frente y se insinúa un abismo al fondo del terreno, señalando que se trata de una composición escenográfica, a la manera de una naturaleza muerta o una vanitas compuesta sobre una mesa cubierta. De hecho, la imagen parece aludir a lo perecedero de las empresas nacionales de la misma manera que ese género del barroco aludía a los intentos humanos, con un señalamiento moral.
El conjunto de elementos más enigmático –y particular de esta obra– es el que se encuentra en el extremo derecho desde el punto de vista del observador. la cabeza de un caballo se muestra por su parte inferior como una sombra verdosa que parece provenir del abismo. De esta aparición surgen unas manos demoníacas, humanas y a la vez descarnadas y con largas garras, que sostienen un cilindro metálico –no es ni un cañón ni una antorcha, o es ambas cosas– del que sale una llamarada que se dirige hacia la bandera, en cuya asta descansa el gorro frigio con el lema ¡libertad! la bandera es azul, lleva bordados y fleco en hilo de oro y está en reposo; flota sobre ella una banda o cartela blanca, con las letras «P», «U» y una «Ze» del alfabeto cirílico «3» –o el número 3–. Si bien no ha sido posible identificar la bandera, es factible que se trate de un estandarte relacionado con una agrupación liberal; existen algunos gonfalones masones del siglo XIX que tienen el mismo tono. la acción maligna de consumirla mediante el fuego podría profetizar el fin inminente que enfrentan los principios de la Revolución francesa que llevaron a la independencia de nuestro país, o de los que encierra el lema masónico «libertad y Progreso». la escena evoca la profecía de los jinetes del Apocalipsis, en la que el cuarto caballo que aparece tiene la potestad para matar a espada, con hambre, peste y con las bestias de la tierra.
En 1876, por la revolución de Tuxtepec, Porfirio Díaz había ascendido al poder. Como estaba establecido en el plan, los militares que lo apoyaron fueron reconocidos con cargos y concesiones. Ese mismo año, después de la toma de Durango, se nombró como gobernador interino del estado a Juan Manuel Flores, simpatizante del partido conservador que en 1862 había participado en la asonada militar que depuso al gobernador liberal José María del Regato, y posteriormente en las dos revoluciones iniciadas por Díaz. Flores convocó a elecciones y gobernó su primer periodo de 1877 a 1880; se reeligió cuatro veces y volvió a gobernar Durango de 1884 hasta su muerte en 1897.
Juan Manuel Flores no solamente era hacendado y empresario minero en Durango, sino pariente natural y político de Juan Nepomuceno Flores y Quíjar, hijo del conservador del mismo nombre que perdió la mayor parte de sus extensas propiedades territoriales al triunfo de la República, como represalia por su apoyo al Imperio. Con gran audacia, Flores y Quíjar volvió a convertirse en el mayor terrateniente de Durango, llegando a poseer un millón y medio de hectáreas, además de fundar o acrecentar varias compañías mineras. En 1880 se inició el deslinde de muchas tierras que antiguamente pertenecían a los indígenas de ese estado.
El pintor que conmemoraba con esta obra el día de la Independencia seguramente veía ante sí el fortalecimiento de la élite conservadora en Durango y el incierto futuro de la República. De eso parece derivarse la noción de fragilidad y oscuro augurio que evocan algunos elementos de la imagen, en ambigua contradicción con el radiante sol que resguarda el escudo nacional y al homenaje al padre de la Patria. Manuel gonzález era el presidente de México, y los rumores de corrupción se extendían por todo el país. Díaz habría de reelegirse en 1884.